Cuento de Jill.
Érase una vez un agujerito en el campo, cerca de un grupo de casas. Allí decidió resguardarse una mamá ratita, a punto de dar a luz a todos sus pequeñitos. Y empezaron a salir: uno, otro, otro, otra, una…. así hasta un montón de ojitos brillantitos y bigotitos risueños. La madre había elegido un lugar muy bien pensado, pues al tener el campo cerca podían gozar de libertad, sol y aventuras y al tener las casas de los humanos cerca, podían aprovechar muchas de las cosas que éstos tiraban a la basura.
Los bebitos empezaron a crecer y poco a poco empezaron a salir, a corretear por la pradera cercana, a curiosear qué había un poco más allá y cada vez se alejaban más y más. La madre un día les avisó:
– Hijos, es normal que tengáis ganas de explorar el mundo, pero es importante que tengáis cuidado con alguno peligros, en especial, no os acerquéis mucho a esas casas. Yo sé que es una gran tentación porque hay comida, calorcito, pero nunca os metáis el ellas.
Una de las ratitas, que era muy intrépida y valiente, pensó: “Pues no entiendo por qué no podemos ir, qué peligro puede haber, nadie se resistirá al encanto de estos bigotitos moviéndose al saludar”. Y corrió a investigar una de esas casas.
Sus hermanos que la vieron alejarse de pronto gritaron: “No, Jill, ¿dónde vas? ¿No has oído a mamá?”.
Pero Jill ya no escuchaba nada ni a nadie y corrió y corrió con todas sus fuerzas. Cuando entró en la casa, el corazón le latía a toda velocidad, estaba excitada de la carrera y emocionada de pensar en todo lo que descubriría. Olió rica comida, vio camas calentitas en las que tumbarse a dormir… era todo tan divertido y tan bonito. Hasta que, de pronto, escuchó: “Qué asco, una rata, fuera de aquí”. Intentó hacer su truco de mover el hociquito, pero no funcionó y empezaron a perseguirla por toda la casa, dándole golpes con una escoba. Ella corrió y corrió, algún golpe le rozó, pero muchos los esquivaba, hasta que al final, ya casi llegando a la puerta… zas! Un golpe seco, bien fuerte le alcanzó en toda la espalda. Le dolió tanto que no pudo moverse. Dijeron: “Bien, ya está, ésta no nos molestará más” y cogiéndola del rabo la lanzaron al suelo.
Jill estaba muy aturdida, le dolía todo y casi no podía moverse ni respirar. Estaba asustada, así que decidió moverse para llegar cerca de su familia, pero estaba desorientada y no sabía ni hacia dónde iba; casi no podía mover sus patitas, y se arrastró hasta caer exhausta en un rincón.
– “Anda, una ratita. Pero pequeña, ven aquí, ¿qué te ha pasado?”
Una voz dulce y cariñosa, unas manos delicadas y amorosas, le hablaban y sostenían. Al principio, Jill se asustó un poco, pero enseguida se dio cuenta de que había tenido mucha suerte. La curaron, la cuidaron y la dejaron calentita en una habitación donde dormía también un enorme animal con cuernos en la cabeza.
– “Bienvenida, soy Felix. Yo tampoco puedo caminar, pero aquí nos cuidan, nos miman y nos dan la fortaleza para seguir adelante. Puedes dormir tranquila esta noche y todas las demás del resto de tu vida”.
Y otra compañera más, se unió a la gran familia del hogar donde viven felices los animales.