A menudo me doy cuenta de lo afortunada que soy solo por el simple (pero tremendamente complejo) hecho de poder percibir el entorno y que mi cerebro lo procese sin que ello suponga un trastorno para mí. Empecé a trabajar con personas con diversidad funcional hace más de 20 años y no dejan de enseñarme cosas todos los días de mi vida. A todas esas personas tengo algo que agradecerles. Pero desde luego, si algo he aprendido es que el mundo no se percibe igual para todos los seres y que debemos ser empáticos y empáticas y tratar de entender otras formas de percibir, por más difícil que sea. Creo que una discapacidad física genera empatía más fácilmente en los demás que una sensorial, no sé si me explico. Todo aquello que podemos ver nos resulta más fácil de creer y nos permite ponernos en ese lugar con algo más de facilidad. Con ello no quiero decir que una sea más llevadera que la otra. Lo dicho, trabajar con personas con diversidad funcional me hace apreciar el valor de cualquier detalle. Son seres verdaderamente guerreros que todos los días trabajan para vivir en un mundo que no siempre pueden percibir como amigable. Muchas de estas personas tienen alguno de sus sistemas de procesamiento sensorial alterado. Y, ¿qué quiere decir esto? Pues seguramente lo explicaría mejor alguien que se dedicase a la terapia ocupacional, pero esto ocurre cuando nuestro sistema nervioso no es capaz de ordenar y procesar todas las sensaciones que llegan (interna y externamente) para así producir una respuesta adaptativa ajustada a nuestro medio.
Así, podemos encontrarnos con situaciones de miedo, estrés y confusión ante hechos que, a priori, nos pueden parecer «normales», por ejemplo, con sonidos que irrumpen de imprevisto. Nuestro sistema nervioso lo procesa rápidamente y le da un significado, pero para alguien podría ser motivo de alteración para el resto del día, o sonidos que para cualquier oído son imperceptibles pueden resultar tremendamente molestos para algunas personas, incluso les puede provocar dolor físico; o lo que para mí es una caricia, en un momento concreto puede ser como agujas para alguien. Recuerdo a un chico que cuando sonaba la música de un juego de mesa concreto en cualquier otra clase, tenía que salirse al extremo más alejado del patio tapándose los oídos. De no dejarle, le provocaba una crisis tremenda, pues era insoportable para él. Si yo no creo que esto puede ocurrir, difícilmente voy a empatizar y casi seguro les voy a tachar de personas caprichosas, malcriadas, exageradas y demás. Pero, ¿y si estímulos normales para mí causan dolor en otros seres? ¿No querría yo que me creyesen y confiasen en mí y que me ayudasen a controlar mi entorno? Si el mundo es imprevisible para mí estaré permanentemente en alerta y eso provocará un alto nivel de estrés que hará que, casi seguro, «explote» por cualquier tontería en el momento menos indicado. Y, ¿te imaginas vivir cada minuto de un día todos los días de tu vida esperando ser sobresaltada o sobresaltado por algo? ¿Podrías vivir con sosiego y paz? Seguramente no, ¿verdad? De ahí que tratemos de proporcionar entornos seguros, predecibles y que generen confianza en estas personas. Solo así podrán confiar y desarrollarse plenamente como seres humanos.
Ahora… ¿y si todo este aprendizaje lo trasladamos a cualquier ser vivo con capacidad para sentir? Al fin y al cabo, todas y todos somos animales… ¿quién puede asegurar que no se producen alteraciones similares en otros seres? Para mí, sin ánimo de ofender a ninguna persona, pero sí de ayudar a muchas, no somos tan diferentes, aunque haya alguna capacidad diferente o alterada. Un ser vivo, sea humano o no, que no ve o no ve bien, vivirá con sobresaltos si intuye que el entorno no es sensible a ello, si no se le avisa verbalmente con tonos suaves o a través del tacto con delicadeza y cariño. Cualquier alteración en uno de nuestros sistemas sensoriales va a repercutir, entre otras cosas, en el resto pues tienen que trabajar el doble para compensar. Y ese esfuerzo constante es agotador. Una persona que va en silla de ruedas y depende de alguien, tiene que ser manejada con movimientos suaves y, a ser posible, siempre les avisamos de lo que vamos a hacer en cada maniobra. No me acerco sin saludarle primero o llamarle por su nombre, no le cojo de su silla sin haberle avisado antes y trato de que mis movimientos sean firmes pero suaves. Intento no invadir su espacio personal si no me lo permite, pues sus recursos para defenderse de ello son más limitados. Y no queremos que aprendan a vivir en constante indefensión por todo.
Eso mismo vamos a tratar de hacer con cualquier ser vivo que sea dependiente o presente alguna alteración sensorial; tratarlo como nos gustaría ser tratados y tratadas. Cierro los ojos y pienso: «si yo estuviese ahí, ¿cómo me gustaría que lo hicieran?». Fácil y difícil al mismo tiempo, pero de una forma tremendamente empática.
Ommi es un joven perro que llego a El Hogar sin poder relacionarse con su entorno, tenía crisis cuando entrabamos en contacto con él o cuando oía ruidos fuertes. Poco a poco nos dimos cuenta de los problemas sensoriales y psicomotrices que condicionaban su vida. Su vida antes de encontrarse con el santuario como se puede imaginar no fue fácil, la sociedad no está adaptada para que los individuos como él puedan llevar una vida plena. Sin embargo, en unas pocas semanas su reacción antes las residentes del santuario ha cambiado, el esfuerzo que estas han puesto en adaptar sus dinámicas a las necesidades de Ommi están dando sus frutos. Tras varias revisiones veterinarias en las que se sugirió que no había solución optamos por un TAC que ha revelado la raíz del problema de Ommi. Sufre de hidrocefalia, una acumulación de líquido en torno al cerebro que limita la funcionalidad de este. Requiere de una operación que evitará que su estado empeore. Confiamos que la operación junto con las visitas de la etóloga y el trato cuidadoso de las voluntarias hagan que la vida de Ommi sea lo más plena y llena de amor posible en El Hogar.
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