El cuento de Kero

Érase una vez un lindo perrito, negrito como el carbón y redondito como una bolita. Como los bebés de todas las especies, era curioso, juguetón, lleno de vida y con muchas ganas de querer y ser querido. No sabemos cómo ni por qué, este lindo perrito, acabó en una perrera. Y dentro de todo, tuvo suerte porque no era una perrera de esas en las que pasados unos días, se deshacían de los perros.

Allí todos los perros vivían en jaulas, llamadas cheniles, esperando a que alguna familia les eligiera para vivir con ellos. Nuestro amigo pronto comprendió cómo funcionaba aquello, y cada vez que llegaba alguien buscando un perro, intentaba gustarles, movía su rabito, les ladraba cariñoso y les hacía toda clase de monerías. Pero quizás por ser más negro, o por no ser de raza o quién sabe por qué, nunca le elegían.

Empezaron a pasar días, semanas, meses y años. Y cada vez le miraban menos, hasta pasar a ser totalmente invisible a los ojos de la gente que iba por allí. Sus días se convirtieron en largas horas esperando en el chenil, a veces con compañeros con los que no se llevaba muy bien, otras veces con compañeros inseparables. Desde allí y, a través de los barrotes, observaba el sol, la hierba, las flores en primavera y la nieve en invierno, y soñaba con que quizás algún día podría verlo todo de cerca, tocarlo y olerlo. Pero día tras día, el sueño iba desapareciendo y empezó a pensar que nunca saldría de allí y nunca conocería esas cosas maravillosas. Otras cosas, como una caricia o una brazo, ni las imaginaba porque ni siquiera sabía que existieran.

Pero afortunadamente nuestra suerte puede cambiar en el momento más inesperado y un gran día, unas personas se fijaron en él. Al principio miró receloso, incrédulo. Luego se sorprendió y hasta se empezó a ilusionar. Y al final, intentó recordar alguna de las cosas que recordaba que hacía para gustar cuando era pequeño y consiguió mover su rabito.

Estas personas lo cogieron y lo llevaron al mejor lugar que se puedo imaginar: el lugar donde los animales viven felices. Allí había más perros, personas, pero también otros animales muy raros que jamás había visto. Más tarde supo que se llamaban ovejas, cabras, pavos, gallinas, vacas…

Y allí pudo oler las flores y revolcarse en la nieve, y disfrutar de caricias y mimos.
Y nuestro amigo, que por fin tuvo un nombre, Kero, decidió que iba a recuperar el tiempo perdido, y disfrutó como un bebé, siempre con ganas de jugar, curiosear, querer y ser querido.
Y pudo por fin disfrutar de una vida rodeada de cariño, respeto y una familia.

kero