Un año más las calles de Pamplona se llenan de gritos, de miedo, golpes, alaridos, dolor, sangre y paroxismo etílico. Un año más se celebran fiestas en las que los instintos más primarios vencen a la razón y al respeto. Fiestas a las que acude gente desde todos los rincones de la geografía, que, dejando la cordura y la racionalidad en casa, se reúnen para sacar a la luz la parte más primitiva del ser humano. Se alimenta esa parte oscura del alma colectiva que se recrea en la locura y el caos de deshacerse de las normas.
Pero celebrar nuestro lado más salvaje no sería un problema, e incluso podría considerarse un evento saludable, si para ello no se agrediese a otros seres vivos. Los toros que protagonizan los encierros son acosados y torturados públicamente para diversión de millones de espectadores; animales pacíficos que desean huir, son hostigados hasta el límite por hordas de individuos exaltados para conducirlos hasta el ruedo donde son asesinados de una forma lenta.
Además, en los últimos años, se han registrado numerosas denuncias de acoso sexual a mujeres, en plena calle, entre el furor loco de la multitud, ante los ojos cómplices de decenas de personas.
Así son las fiestas de San Fermín, una oda orgiástica al abuso y a la enajenación mental.
Detengamos esta vergüenza.
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