Las fiestas de la tauromaquia tienen una larga tradición, en especial en la mitad este del país. Algunos estudiosos remontan estos juegos festivos a supuestas Celebraciones Sagradas de Oriente Próximo o Culturas Clásicas del Mediterráneo.
Sin embargo el toro de fuego, concretamente, tiene un origen aún más antiguo y encuentra sus orígenes en una antigua batalla por la hegemonía de Hispania, entre íberos y cartagineses. Se enfrentaban las tropas del íbero Orisson con las del cartaginés Amilcar Barca, cuyo ejercito estaba en victoriosa superioridad.
Entonces el jefe de los iberos tuvo una luminosa idea y decidió multiplicar sus fuerzas colocando bolas de paja en las astas de los novillos que tiraban de los carros, dejándolos en primera fila. Evidentemente el dolor y el pánico de los animales, les hizo enfurecerse y embestir a cuantas tropas cartaginesas se topaban de frente. Y de esta forma se ganó la batalla.
Desde entonces, en conmemoración de aquella victoria, aunque pocos la recuerden, se tortura un toro a fuego en distintos puntos del país, especialmente en la zona del levante, donde esta fiesta tiene gran arraigo.
Antes de nada, para realizar este festejo o celebración, es obviamente, colocarle al animal las bolas de fuego en su cornamenta. ¿Cómo se hace? Los encargados siempre son una cuadrilla de emboladores que deben trabajar con gran compenetración para inmovilizar a un toro de más de mil kilos. Lo primero que se hace es sujetar con una soga al toro por los cuernos y esta soga se pasa a través de un pilón, lo que viene siendo un palo grueso vertical, con un orificio en medio, preparado para tal fin. Una vez echo esto, se tira de la soga y se sujeta con una pinza de modo que la frente del toro quede completamente inmóvil y pegada al pilón. Es entonces cuando se coloca sobre su cabeza el herraje con las bolas, bien sujeto con agarraderas a los pitones del toro para que no se pueda liberar de él. Las bolas llevan estopa impregnada con material inflamable. Obviamente, en el momento en el que se aplica el fuego sobre la cabeza del toro, el animal comienza, a lo que los participantes llaman, “volverse bravo” y que no es otra cosa que entrar en pánico.
Es instintivo el pavor que la presencia del fuego provoca en los animales, algo que ya descubrió el Homo Erectus cuando comenzó a utilizar hogueras para ahuyentar a los animales salvajes. El toro embolado por lo tanto, sufrirá un grado de angustia extrema al sentirlo sobre sí y tratar de huir desesperadamente para preservar su vida, durante las dos horas que tarda el material en consumirse. El toro corre atormentado, golpeándose a menudo y lesionándose en en las caídas. El líquido inflamable no se apaga, si no que cae por sus pitones, llenos de terminaciones nerviosas, y las chispas queman su piel e incluso sus ojos. Cuando el toro se percata al fin de que huir es imposible, trata de apagar el fuego agitándose y sacudiéndose fuertemente hasta el punto de llegar a provocarse dislocaciones cervicales. El tormento llega a tal grado que no es infrecuente que el animal quiera acabar con su tortura golpeándose contra algún muro o despeñándose desde las alturas. Algunos mueren de un infarto provocado por el estrés. Los que sobreviven al martirio, serán sacrificados en un matadero.
Así que podemos decir que la fiesta del toro embolado consiste básicamente en contemplar a un animal volviéndose loco de terror.
Llegados a este punto, hemos de plantearnos una cosa: ¿Qué es la tradición? Según antropólogos, una tradición es el resultado de la parte de la cultura seleccionada en el tiempo con una función de uso en el presente y que remite a una identidad de grupo. No consiste en el calco del patrón original, pues ha de asumir nuevas funciones y significados dentro de un contexto social. Según G. Lenclud: “No es el pasado el que produce el presente, sino a la inversa, el presente quien configura al pasado”.
El patrimonio, no debe confundirse con cultura, la cultura se aprende y se transmite y el patrimonio remite a símbolos o lugares memorables. Lo que se convierte o no en patrimonio, es bastante arbitrario y está determinado por los grupos hegemónicos del momento.
Resumiendo: tanto la tradición como el patrimonio, tratan de expresar la identidad de un grupo humano y pretenden una continuidad generacional, que se suele llamar, herencia cultural.
Nos encontramos por tanto, en un sinsentido, si atendemos a las encuestas más recientes que declaran que un 84% de los ciudadanos entre 16 y 24 años afirman que no se sienten orgullosos en absoluto de la fiesta taurina, ni mucho menos representados por ella. En las nuevas generaciones, no existe esta perpetuación de lo que hasta ahora fue traición. El mundo taurino está en decadencia.
Por fortuna, la sociedad, comienza a ser intolerante a todo lo que conlleva algún tipo de sufrimiento y el rechazo a la tortura es cada vez más tajante. Es hora de reconocer que ya ha llovido demasiado y que, como humanos, algo hemos debido evolucionar desde os tiempos de Amílcar. El siglo XXI debe ser el siglo de la abolición.
(Noemí Alba Redactora para El Hogar Animal Sanctuary)